Mis viajes a Italia comenzaron a los sesenta recién cumplidos. Y volví varias veces, siempre con Cristina, compañera y esposa. Al principio para conocer los lugares más divulgados desde que Italia se convirtió en república (1946), luego para filtrarnos por las hendijas de pueblos fantasmas, rincones olvidados y refugios de la prehistoria

En un territorio franjeado por los Alpes y Apeninos los sitios de ensueño sobran. Como el puente sobre el río Natisone en Cividale del Friuli (FVG), declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2011 como parte del conjunto “Los lombardos en Italia. Los lugares del poder (567-774 D.C.), y cuya imagen acompaña a este prólogo.

En cada viaje fueron surgiendo relatos en los que afloran las marcas de la península, bajo la mirada de un viajero latinoamericano atento a lo que escucha, ve y siente. Estos relatos se nutrieron del diario de viaje, y se moldearon en la ficción, la que se fue filtrando como hierba mala en el entrecejo del ramaje narrativo; Tal es el caso de un descendiente que sale decidido a buscar sus raíces, un viajero que curiosea por la ciudad eterna y se sube a un tren en el que viaja gente de todo el mundo. O el extravío en una ciudad medieval después de un vuelo extenuante, el encuentro fortuito viajando por los bordes del mar Adriático, la incursión por pueblos abrumados de guerras y sismos que cargan con leyendas que azotan al vecindario, o la estadía de un mes en una geografía de colinas que despierta la inspiración poética a la puesta del sol.

Y otras historias que fueron  y seguirán brotando en cada retorno, porque Italia es un lugar al cual me fue fácil llegar pero difícil no volver.

Para esta nota el relato seleccionado del libro Crónicas de viajes por Italia ―aún inédito― se titula:

Enigma de sangre

(2015)

De chico escuché hablar de las andanzas del viejo Subiaz en su pueblo de origen, lejano y desconocido. Solían referirse a mi abuelo Giuseppe en tono burlón, sobre todo a los postres, en el pico de descontrol. Antonio, el más atrevido de los tíos, festejaba el apodo que él mismo le puso de “El loco del osario”, por el capricho nocturno que asignaba al viejo de espantar transeúntes en la puerta del cementerio, envuelto en lienzos estampados de calaveras. Cada evocación venía enancada en detalles picarescos que la concurrencia aplaudía hasta el éxtasis. El tío Ángelo parodiaba con suspenso la habilidad de Giuseppe para el contrabando hormiga: “¿Saben por qué le decían Tabaquito?” preguntaba mirando a los seguidores absortos, “por traficar a nado con el fajo de puchos entre los dientes”. Y todos se desternillaban. Luigi, con voz de radioteatro dramatizaba los supuestos motivos del viejo para emigrar de muchachón al continente americano: “Así terminó el galán que embarazaba a troche y moche…hasta que se hizo humo para salvar el pellejo”.

Y los demás se prendían en sucesión de ocurrencias que estiraban las noches de naipes, copas y tristezas.

Esa creencia de familia lacrada como inapelable me decidió de grande  a emprender el viaje de vuelta, el primero de un Subiaz desde que Giuseppe partió de su pago natal. La parquedad en vida del viejo y la sospecha sobre el grado de veracidad de las bromas, me empujaron a concretar la empresa. Preparé el viaje calladito, con escalas y recaudos. Por fin, un primero de marzo despegué del terruño pampeano con la ilusión de desenterrar algún secreto en una tierra que suponía adversa.

Una vez arribado al país de Giuseppe el tren llegó atrasado, parando en todas. En la estación, me esperaba Giacomo, un tipo inconfundible; rengo y sombrerito con pluma echada hacia atrás. Giácomo estaba  listo con su catango y mapas en mano para guiarme por una geografía de misterio. Un plato de polenta con vino tinto y rumbeamos para las alturas bajo un cielo encapotado. Quería llegar pronto, sin embargo, la proximidad me aterraba.

Ladeamos olivares y castaños tupidos. Encaramos una cuesta angosta y zigzagueante. Me llamó la atención como flameaban a la vera del camino banderas azules tatuadas con águilas doradas y garras rojas. Una rara asfixia se fue apoderando de mí, proporcional a cada metro que subía. Eran quilómetros de estatuas, monumentos y proclamas enarbolados, sin duda, por un pueblo con memoria.

Todo me parecía adverso; el paisaje sombrío, los presentimientos que acechaban, sin embargo, un impulso atávico me arrastraba a seguir. Al final de la tarde avistamos las chimeneas humeantes y una cruz luminosa.

En el puentecito de entrada a Cenijébola un cartel avisaba: “¡Hoy resarcimiento comunitario. No faltar!” Lo entendí todo de una vez, Giacomo les había avisado y me estaban esperando. Preferí entrar solo al pueblito, le metí a pie por un empedrado, entre fortalezas de madera ocre tras muros garabateados. Enseguida noté que la gente me espiaba desde las ventanas entreabiertas.

El intendente y el sacerdote salieron al cruce y sin muchas palabras me llevaron de urgencia a una capillita, repleta de parroquianos. Me impactó la piel curtida de los ancianos que ocupaban los asientos de adelante, y un lote de mujeres que no paraban de cuchichear sin sacarme la mirada de encima. A la señal de uno de ellos todos se pusieron de pie y salieron. Tuve que seguirlos, flanqueado por una multitud que, deduje, no quería perderse el “resarcimiento”. Pero, ¿resarcimiento de qué? ¿Por qué? En ese rato no pude ni me animé a preguntar, apenas sabía el saludo en ese dialecto inentendible en el que hablaban.

Presentí la condena, me asaltaron los fantasmas de la herencia dejada por Giuseppe. Había caído en una trampa, me había transformado en la gran atracción en un lugar donde los entretenimientos no abundan.

Los chicos correteaban alrededor, sentí el bombeo encrestado del cuore, lo peor de todo es que no veía escapatoria. Mi cuerpo de vástago notó un hilo de ternura en la tibia palmadita del cura. Los carabinieri formaron en la plazoleta dos líneas que ascendían hasta un cobertizo. No lo olvidaré jamás cuando, desde una lomita, vi todos los ojos de Cenijébola clavados en mí.

Después todo ocurrió en un instante, fue cuando un tableteo de relámpagos iluminó la mano temblorosa del presidente de la Comisión de descendientes descubriendo el bronce que decía.

“Al partigiano Giuseppe Subiaz, disperso (desaparecido) nella lunga guerra di liberazione”.  Y para mi desconcierto de nieto, comenzó la celebración.

El autor. Juan Carlos Tracogna. (Brandsen 1948). Reside en Resistencia, Chaco. Casado con Cristina Irene Fernández (Brandsen), 5 hijos, 10 nietos y 1 en camino. Escribe historias de vida, crónica y cuentos (ficción). Integra el Taller de Narrativa del escritor Miguel Ángel Molfino.


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