Desde su campo en Brandsen, Consuelo Maffía, su madre y sus hermanas, honran una herencia de más de seis décadas en la industria lechera.
Lograr notoriedad y reconocimiento no es algo habitual. Y menos en sólo dos años de existencia. Entre los muchos factores para conseguirlo está lo aleatorio (un golpe de suerte) o lo concreto (ofrecer productos o servicios excepcionales). En el caso de El Abascay, la fábrica de quesos que llevan adelante Rosario López Seco y sus hijas Consuelo, Lucía y Romina Maffía desde el campo de Brandsen que Rosario posee desde principios de los 2000, claramente se impuso lo segundo.
“Me llamaste justo hoy, que tenemos la inspección definitiva para que nos den la certificación orgánica”, se ríe Consuelo, mano derecha de Rosario, sentada al volante de su camioneta mientras contempla el campo donde se desperdigan las vacas Holando y Jersey que dan la materia prima para la elaboración de los productos de El Abascay.
Está entusiasmada y no lo disimula: “La certificación agroecológica ya la tenemos, pero la orgánica lleva como dos años de proceso. De hecho ya somos productoras orgánicas, pero esto significa que podemos poner el rótulo en los productos”.
Más de 60 años de historia
La historia de El Abascay (también del campo y el tambo que son su origen) arranca en la década del ‘50, cuando Mario, padre de Rosario y abuelo de Consuelo, comenzó con la actividad. El hombre llegó a tener 2 mil hectáreas, 6 tambos, una fábrica de productos lácteos y 10 hijos.
Cuando murió, en 1991, aquella fábrica llevaba décadas cerrada, pero los tambos estaban activos ya que luego de la quiebra de su emprendimiento continuó vendiéndole leche a los grandes de la industria. Tras su muerte, algunos de los hijos siguieron trabajando los tambos y otros se abrieron, pero el negocio familiar siguió funcionando.
“Hace más de 20 años que mi mamá está trabajando. Ella tenía otra actividad y después se unió. Después, cada uno se fue independizando hasta que quedó ella sola”, narra Consuelo. “El campo original fue loteado y a mi mamá le tocaron 160 hectáreas y un tambo, porque en realidad cuando hicieron la división fue en parcelas productivas, algunos con más o menos hectáreas, pero teniendo en cuenta la calidad del campo. Ahora tenemos esas 160 y le alquilamos a una tía otras 180, que están productivas para el tambo”.
“Yo me incorporé hace 4 años. Nosotras somos tres hermanas, ninguna había tenido un acercamiento, cada una hizo su vida; yo de hecho me fui varios años a Buenos Aires a estudiar Recursos Humanos. También trabajé en gastronomía. Dije que nunca iba a trabajar con mi familia porque la vi a mi mamá padecer con el campo y con sus hermanos. Yo quería otra cosa para mi vida, pero ahora estoy muy contenta”, dice, convencida.
Consuelo cuenta que los animales pastorean todos los días en el campo y su plan de nutrición se completa con alimento balanceado orgánico. “Hoy tenemos 160 vacas, pero llegamos a tener 200, 220”, detalla. “Todo para explotación lechera; la única actividad paralela que tenemos es un gallinero, de gallinas libres que también pastorean a diario y producen huevos; a la noche duermen en el gallinero, pero más que nada por una cuestión de seguridad. Esa es nuestra filosofía”, agrega.
Acuerdo fallido, oportunidad hallada
Lo fortuito también jugó su papel en esta historia. En agosto de 2020, cuando empezaron los trámites para la certificación orgánica, Rosario y Consuelo comenzaron a tener conversaciones con una empresa gigante de lácteos a la que su abuelo le vendió históricamente.
“Ellos ya nos compraban la leche y un día nos dicen que quieren lanzar una línea de productos orgánicos. En ese momento estaba bueno porque nos pagaban un valor más alto por ser leche agroecológica. Después de pensarlo dijimos que sí porque no teníamos nada para perder y además estaba el respaldo de esta compañía”.
“Obviamente era todo un desafío, pensá que mi mamá venía trabajando con el mismo sistema de mi abuelo: le vendía al camión que pasa levantando leche de diferentes tambos. Y cuando llegó esa propuesta, nosotros ya veníamos con la elaboración de quesos, pero dos veces por semana, todavía no teníamos nada muy armado. Apenas una camionetita para reparto, todo muy precario. Y tampoco teníamos plata para hacer una gran inversión, era todo muy a pulmón, haciendo pequeñas producciones, probando.”
Pero la ilusión duró poco. “Nos dijeron que empezáramos, que ya estaba el contrato, y después de un par de meses de embarcarnos nos avisaron que la empresa se bajaba del proyecto y que nos iban a seguir comprando la leche, pero al precio de la convencional. Obviamente, como los costos son mucho más altos, no nos servía regalarles nuestro trabajo. Les pedimos que durante 6 meses nos siguieran pagando el valor acordado, como para que nos acomodáramos, y en tiempo récord pedimos un crédito en el Banco Nación con el fin de comprar una camioneta grande para transportar los productos refrigerados”.
“Luego tuvimos que armar una cámara de quesos frescos y otra de maduración, contratamos gente para poder vender la leche y para colocar toda la producción, lo que era un gran desafío porque son 3 mil litros diarios los que elaboramos. Así que en esos primeros meses nos tuvimos que acomodar como pudimos y ya en julio de 2021 empezamos a procesar toda la leche para los quesos nuestros”.
– Es decir que el infortunio finalmente fue un impulso.
– Absolutamente. Un día me manda mensaje mi mamá y me dice: “Tengo una mala noticia”. Adiviné que era que la empresa se había bajado. En un punto eso nos impulsó a nosotras a dar el paso de largarnos. Hasta ese momento la producción era chica, para unos pocos clientes. Al principio elaborábamos las dos solas, yo cargaba la camioneta y me iba a Buenos Aires a entregarle a los tres clientes que teníamos, una cantidad que para mí en ese momento era un montón. Empezamos haciendo queso cremoso, y después el Campeche, un semiduro que lo llamamos así en homenaje a mi tío, el hermano de mi mamá, que además es ingeniero agrónomo y siempre nos ayudó y estuvo presente, muy compañero de mi mamá. Arrancamos con esos dos y después fuimos incorporando.
– ¿Y cómo aprendieron a elaborar?
– Mi mamá y sus hermanos habían tenido fábrica, que también se fundió (se ríe). Ella ahora más que en la elaboración está en las ventas y la parte administrativa, pero alguna noción tenía. Y yo después hice un curso acá, en Brandsen, bastante básico, con un quesero local. Y después fue mucho prueba y error. Sumó algo de conocimiento un tractorista que trabajaba con nosotros, así que entre el tractorista, mi mamá y yo arrancamos.
Cuando se cayó el acuerdo ya habíamos agrandado un poco la producción. Los quesos duros llegaron un poco después por el tema de la maduración, al principio los vendíamos re frescos porque no teníamos espacio para hacerlas y también porque no teníamos respaldo financiero: tener un queso dos meses en cámara es plata que está parada. Una vez que encontramos el equilibrio empezamos a incorporar otras cosas.
Y ahora tenemos un montón de productos: hacemos halloumi, manteca (que nació medio por accidente y ahora es un éxito), el Campeche, gouda, sardo, sbrinz, unos quesos saborizados, tybo, port salut descremado; nuestra idea siempre fue hacer los quesos que consumimos en nuestras casas. Los quesos argentinos, pero bien hechos. También elaboramos un dulce de leche del que estamos orgullosas, un producto que yo quería hacer desde que arrancamos. La diferencia con otros dulces de leche la hacen la calidad de la leche, el uso de azúcar orgánica, que es mucho menos dulce que la refinada, y que no le ponemos vainilla, lo que para mí opaca el sabor de la leche.
Escala familiar
Consuelo desgrana la estructura de la empresa, que indefectiblemente es también la de una familia abocada a El Abascay. “Mis hermanas tienen un año más que yo, que tengo 34, y son mellizas. Lucía tiene un trabajo aparte, pero se incorporó con el proyecto del gallinero. Lo puso en marcha durante la pandemia junto a Fede, su marido, que además trabaja en la fábrica con nosotros. Y mi otra hermana, Josefina, que es nutricionista, participa más que nada conmigo, armando pedidos, facturando, etc. En total en la fábrica ahora somos 17/18 personas, la mayoría gente de la zona. Y el maestro quesero es Ángel, de Brandsen, que empezó a trabajar con nosotros hace tres años.
– ¿Y cómo es el reparto de tareas?
– Yo estoy en la parte comercial y mi mamá más en la parte productiva del campo, es como su actividad principal. También está en la elaboración. Hay 6 personas trabajando en la fábrica pero ella va todos los días. Yo estaba 100% en la fábrica y después me fui corriendo, ahora me dedico más que nada a la parte comercial, y estoy cuando hacemos pruebas o desarrollo de producto, me encanta. Digamos que del producto en adelante estoy yo.
– Por estar hace poco en el mercado lograron un reconocimiento destacable, sobre todo entre los cocineros ¿Cómo se dieron a conocer?
– Empecé a escribirle a la gente, de caradura. Uno de los primeros fue Julio Báez, el chef/propietario de Julia, porque yo había trabajado con él hace unos años. Le conté del proyecto y si le podía llevar unas muestras. Dijo que sí y enseguida empezó a comprar la manteca. Además él usa nuestra crema, y mucha gente empezó a escribirnos porque la había probado en Julia. También nos ayudó mucho con la difusión el periodista Rodolfo Reich. Y después llegó el boca a boca, empezaron a comprar y recomendar otros cocineros y así fuimos creciendo.
Consuelo aporta datos de producción, ventas y disponibilidad de productos: “A groso modo, estaremos vendiendo 10 mil kilos de queso por mes. Las presentaciones son en horma de 3 kilos y porciones de 300 y 500 gramos. Tenemos una tienda online para venta a minoristas y varios puntos de venta, más que nada almacenes agroecológicos y tiendas naturales. Y en restaurantes estamos en Julia, Chuí, 878, Los Galgos, La Fuerza, La favorita, Yiyo el Zeneize y varios más”.
También habla de proyectos, algunos avanzados y otros en vía de desarrollo. Entre estos está la elaboración de un queso con cuajo de alcaucil, que llevarían adelante junto a la Universidad de La Plata (hasta ahora trabajan con cuajo microbiano y fermento liofilizado). Y viene muy bien —está ya en etapa de pruebas finales— un “cuartirolo porteño”, proyecto hecho en conjunto con Julián Díaz, propietario de 878, Los Galgos y La Fuerza. “Es un queso con fécula y agregado de crema. La idea es que se pueda comer en un plato salado y en un postre. El cuartirolo como se hacía antes”, se entusiasma a futuro Consuelo.
– La última, ¿por qué se llaman El Abascay?
– Porque Abascay se llama el arroyo que atraviesa el campo donde se inició mi mamá. Después se mudó de tambo y quedó el nombre. Describe es un poco el concepto también: un proyecto que arrancó hace años y sigue su cauce. La idea es esa: que siga creciendo y transformándose. Entre mis hermanas, mi mamá y yo es como que logramos transformar de a poco algo que ya tenía una estructura en un proyecto con otros horizontes y valores.
Fuente: elplanetaurbano.com
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