Vía: Clarín.com | HÉCTOR GAMBINI

A 12 años del traslado del cuerpo a San Vicente

La casa histórica y su mausoleo son un museo provincial, pero la entrada la cobra una “asociación de amigos” que no tiene presupuesto para las obras de reparación.

Ahí está Perón. Dos pasos detrás del vidrio, bajo una lápida que tiene siete palabras. Tres a la izquierda: Solidaridad, Desinterés, Sinceridad. Tres a la derecha: Pueblo, Generosidad, Humildad. Y una justo en el centro: Amor. Esta parece unir a las otras seis por debajo, como si cerrara una grieta.

En la pequeña cripta que contiene la lápida con el cuerpo hay también un retrato del general fechado en 1973, dos mástiles con la bandera argentina y la bonaerense y una mesa con un mantel blanco sobre el que se exhiben una gorra militar, un sable corvo y una pequeña foto en blanco y negro de Perón jurando con la banda presidencial. Eso es todo.

Afuera, en el piso y contra el vidrio, hay cinco pequeñas coronas de flores de dirigentes de San Vicente, de Lanús y de un sindicato con el nombre desteñido.

Los visitantes caminan bajo el sol por el enorme parque de esta quinta museo de 19 hectáreas donde Perón y Evita venían a escaparse de la rutina urbana, a 60 kilómetros de Buenos Aires.

─Después de esta quinta ya empieza la pampa» ─decía Perón acerca de su retirado sitio de descanso en San Vicente.

Es el domingo previo al 17 de octubre y los visitantes no son muchos. Quizá 50 o 60, que desperdigados en pequeños grupos parecen menos todavía.

Hay familias con chicos, parejas y algunos grupos de amigos que llegan hasta el sitio por razones tan disimiles como el sentimiento profundo o la curiosidad pasatista.

Casi todos ellos eligen fotografiarse en un patio interior del mausoleo bajo la leyenda grabada en la pared: Mi único heredero es el pueblo.

El chalé principal del predio, donde Perón y Evita se refugiaban aceptando únicamente la presencia de un matrimonio de cuidadores italianos que sabían mantenerse a distancia, está definitivamente en malas condiciones.

Hay un penetrante olor a humedad fruto de las goteras de la casona que levantan el empapelado de las paredes y el parquet del piso en varios de los sitios abiertos al público.

Varias fotos de la pareja sufren el mismo impacto: son imágenes pegadas directamente sobre bastidores que se despegan en las puntas o se pliegan en el centro por el descuido crónico.

Parecen imágenes de un taller mecánico o de un viejo bar de pueblo más que la exposición en un museo del tres veces presidente de los argentinos.

La humedad toma también paredes y techos de lo que fue el dormitorio principal y el baño, donde aún se exhibe un secador de pelo de pie que usaba la primera dama.

En los pasillos hay cables colgando y enchufes sin tapa, entre pequeños carteles con frases de Perón sobre la quinta: «Nos perfumábamos para nosotros… el perfume que usaba Evita era Marcel Rochard y mi colonia era una colonia tipo Atkinson…».

O, también: «Cuando estábamos allí no queríamos tener a nadie. Era ella, Evita, quien hacía las camas. Y yo la comida. Soy muy buen cocinero. Hago buenos canelones o tallarines a la bolognesa o a la parmesana». Ahora todo es más bien lúgubre. No huele a perfume ni a tallarines sino a rancio.

En esas paredes húmedas y descascaradas Perón dice también que él mismo amasaba y horneaba el pan, y que Evita cuidaba personalmente las rosas que rodeaban al chalé principal, las que él regaba «con agua que iba a buscar al aljibe».

A pocos metros está la pileta que hizo construir Perón, también descuidada, y un torreón que alberga un tanque de agua y aún tiene una antena de radio. Perón lo usó un par de veces para hablarle al país desde allí, en este paraíso de eucaliptos y cotorras.

La señora que hace las veces de guía dice que en la quinta museo trabajan unos 20 empleados «de planta» de la Provincia de Buenos Aires, y que varios de ellos son «administrativos».

Gente abocada a la seguridad dice que la Provincia sólo paga los sueldos y el combustible de los móviles, pero que no hay presupuesto para las reparaciones.

Esos fondos salen del precio de la entrada ($60 cada uno y otro tanto para el estacionamiento del auto, jubilados la mitad) y los administra una «Asociación Amigos» de la quinta de Perón.

La mayoría son militantes y dirigentes de San Vicente que responden a Antonio Arcuri, ex senador provincial que estuvo al frente del Fondo para el Conurbano durante la gobernación de Eduardo Duhalde en la Provincia.

Dos de los «amigos» de la quinta están ahora mismo cobrando la entrada y son concejales de San Vicente. Los preocupa, más que nada, que «el cuerpo del general no se mantiene desde 2007…».

Quieren decir que esa fue la última vez que el empresario fúnebre Alfredo Péculo llegó con sus especialistas para acicalar el cadáver embalsamado. También se quejan de Scioli («venía acá a hacer asados con intendentes o con sus amigos y éste es un lugar de respeto») y de Cristina.

De ella dicen que nunca aportó ni una máquina para cortar el pasto. Eso, a pesar de una placa que recuerda que Néstor Kirchner estuvo visitando el lugar en octubre de 2010, apenas dos semanas antes de morir en Santa Cruz.

Tampoco luce inmaculado el tren presidencial que Perón usó para llegar hasta Salta en 1951, mientras hacía la campaña para su reelección, al año siguiente. El convoy está expuesto en un rincón del predio bajo un tinglado al que se llega caminando junto a cientos de metros de maleza descontrolada.

Lo mejor del tren está adentro -dormitorios, comedores, la oficina donde Perón armaba discursos mientras viajaba- pero no se puede ver sino desde afuera, a través de las ventanas sucias.

Son imponentes, en la parte del parque que sí luce cuidado, las esculturas para el monumento a Los Descamisados que le habían sido encargadas al escultor italiano Leone Tomassi poco antes del golpe que envió a Perón al exilio, en 1955.

Las figuras gigantescas de mármol de carrara son tres pero sólo una conservó su cabeza. Es un obrero junto al que estaban Perón y Evita. Él representando al trabajo; ella, a la justicia social, con un libro con el escudo justicialista en la mano.

Ambas imágenes fueron decapitadas tras el golpe y todo el conjunto fue arrojado al Riachuelo. De allí los rescataron muchos años después. Un cartel dice que la obra recuerda «la intolerancia de la época».

No es lo único. Dentro de la casa hay un trozo de cerámica esmaltada que formaba parte de una fuente que le habían regalado a Evita en su visita a España de 1947. Fue instalada en la quinta y luego destrozada a palazos por el odio antiperonista tras el golpe del 55.

Uno de los empleados del lugar recogió uno de los pedazos y se lo llevó a su casa durante años, para conservarlo. Su familia lo donó al museo.

Perón le compró la quinta a su amigo, el gobernador bonaerense Domingo Mercante, en 1946, y pagó por ella 12.000 pesos moneda nacional.

Lo que ocurrió con la inflación en la Argentina desde la firma de esa escritura hasta hoy hace imposible saber a cuántos pesos actuales equivaldría esa cifra: hay que dividir 12.000 por 10 billones. Ojalá tenga un matemático a mano.

A la quinta casi no llegan extranjeros y no tiene ni de cerca la atracción que genera la tumba de Evita en Recoleta. Hay un trámite abierto para que ella tenga su lugar en el mausoleo de San Vicente, pero la familia Duarte aún se opone.

Lo dice alguien que se decepciona un poco con el abandono del chalé donde Perón y Evita se sentían íntimos y libres para su vida marital, donde ella jugaba a ser housekeeping y jardinera y él, chef.

El acceso al mausoleo también luce algo abandonado. La guía habla de atravesar unas plazas Del Pueblo, De las Provincias, Del Abrazo y Del Encuentro antes de llegar a la cripta, pero el visitante no consigue distinguir una de otra en una larga sucesión de rectángulos de piedritas blancas con matas de pasto que estallan desde abajo aquí y allá.

Todas ellas fueron inauguradas en 2006, cuando los restos de Perón llegaron desde Chacarita y la quinta no fue ni del abrazo ni del encuentro sino de los tiros: un enfrentamiento entre camioneros y sindicalistas de la construcción dejó más de 50 heridos. Disputaban sitios para estar más cerca del féretro.

Alguien quiere recordar el episodio tomando un café pero eso es imposible. Los baños no tienen luz y en la confitería sólo hay mesas y sillas apiladas y llenas de polvo: nadie está a cargo de la concesión.

Junto a la cripta hay un oratorio donde un hombre mayor se sienta en un banco del fondo. Diez metros detrás suyo está Perón, el hombre por el que hubo gente que mató, otra que murió y otra que se fue al exilio.

Dos sílabas que sobrevuelan la vida política argentina desde hace 70 años: 30 con Perón vivo, 40 con Perón muerto. Pero el hombre de la capilla no está orando. Sólo aprovecha un poco de sombra para usar su teléfono celular.

Vía: Clarín.com | HÉCTOR GAMBINI


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